«El que no considera lo que tiene como la riqueza más grande, es desdichado, aunque sea dueño del mundo.»
Epicúreo de Samos
En la era de la información hemos visto dos aspectos de la sociedad amplificadas: el juicio público y el status social. Gracias a los nuevos medios de comunicación las ideas se proyectan exponencialmente a nuestros contactos de tal forma que hacen que la presión social actúen directamente sobre nuestros amigos y conocidos en un modo que anteriormente no tenía tanta fuerza. Si antes se hacía juicio público de un familiar a otro en una cena familiar, ahora este mismo juicio se ha extendido hacia casi todas las personas que hemos conocido y tenemos agregadas en las redes sociales.
La cultura occidental tiene sus propios parámetros para determinar el estatus social de un individuo. Ya sea por sus bienes materiales, la fama, el prestigio, su conocimiento sobre el mundo y la extensión de su círculo social o el tipo de personas que sean parte del mismo. Las personas de hoy en día proyectan alguno de estos aspectos en sus redes sociales. Por supuesto, muchos suelen omitir detalles a cuestiones que juegan a su favor respecto a este mismo estatus. Lo que ha llevado a una carrera por exhibir la vida privada y convertirla en un espectáculo público.
La «buena vida» se vuelve el punto central de los medios de comunicación en el que se exhiben la «buena familia», el «buen» comer, el «buen» viajar y los «buenos» amigos. Otros agregan el «buen» pensar y el «buen» juicio de la vida pública. Esta última se manifiesta por el sentido de responsabilidad o justicia social sobre los acontecimientos del mundo. Por ejemplo, sensibilidad por la guerra, concienciación por la matanza de animales en X ciudad o el abuso de la autoridad en alguna zona del país. «Sino estás consciente de todo lo malo que existe en el mundo, eres una persona deplorable».
Al exponer nuestro pensamiento y vida privada al escrutinio público solemos olvidarnos de lo que significa tener una vida privada. Que vayamos a la playa para disfrutar del mar y no para presumir que fuímos a la playa porque nuestra vida es maravillosa, o porque disponemos de mucho tiempo o porque simplemente queremos hacerle saber a los demás que vivimos mejor que ellos. Exhibir nuestra vida nos coloca en la mira del «que dirán los demás». Lo que sucede en el mundo, trágico o cómico ya no es importante por el evento mismo sino por la reacción pública que existirá al respecto.
La serie de Black Mirror ha retratado algunos de estos aspectos en el capítulo Nosedive (caída en picada) al igual que Community en el capítulo App Development and Condiments en el que una aplicación móvil permite crear calificaciones de otras personas y que las personas con la mayor calificación tengan más peso en sus juicios que aquellos que tienen la más baja. Se crea entonces una estratificación social en el que todos quieren ser calificados de la mejor forma y se comportan hipócritamente frente a los demás para evitar caer al número más bajo. Esto crea un concepto que Alain de Botton definió como ansiedad por el estatus.
En el libro del mismo nombre, de Botton afirma que la sociedad moderna esta formada por una gran cantidad de snobs. Estos individuos suelen generar juicios sobre lo que hacemos en la vida y con base a la respuesta determinan si somos objeto de su atención o no. Son los snobs quienes determinan si el valor de una persona es comparable al de ellos y hacen que el juicio propio se vuelva público al marcar su dedo pulgar de aprobación.
La necesidad de la aprobación por parte de los demás se vuelve una necesidad tan grande como la que tienen muchos por «encontrar al amor romántico». Las sociedades que se ostentan como democráticas o igualitarias suele generar un problema con la meritocracia. Hacemos creer a todos que las personas que tienen éxito fue debido al esfuerzo realizado. Y por lo mismo pensamos que si nosotros hemos fracasado es porque lo merecemos. La presión por hacernos creer que sólo hay un tipo de éxito y que este se consigo mediante la obtención de bienes materiales. La ansiedad no se produce por no obtener todos esos bienes, sino por que la gente parece estar juzgándonos por ello.
¿Qué pasaría si nos volcamos a tener una vida enteramente privada? Es decir, aquella vida en la que los logros y las metas son compartidas solamente por aquellas personas que sabemos que les importa. De la misma forma tomamos actitudes para todo aquello que le duele al mundo pero no afecta directamente. Es ponernos a dieta en la sociedad de la información. Dejar la experiencia personal para uno mismo y no para los demás. Nadie podrá entender lo que significa probar nuestro platillo favorito o escuchar la canción que nos dice tanto por decimonovena vez.
Este tipo de cosas en nuestra vida suelen mandar un mensaje muy diferente al que nosotros teníamos pensado al hacerlo público. Sobretodo si el placer es raro, elitista o extremadamente caro. Decía Henry David Thoreau que uno de los mayores placeres que encontraba en despertar todos los días era irse a bañar el lago de Walden. Para él significaba un acto de renacimiento que hacía cada día. Citó al un rey chino el cuál solía decir «renuevate a ti mismo cada día, hazlo de nuevo y de nuevo eternamente». Para este famoso escritor estadounidense, «El hombre es rico en proporción a la cantidad de cosas de las que puede prescindir».
El mismo ejercicio de pensamiento se podría aplicar en la ansiedad por el estatus. Los snobs valoran a los demás por el tipo de cosas que disfrutan. Para ellos no es lo mismo pasear en la arena si esta no es de una playa en Fiji o las islas del Caribe. Viajar o comprarse un auto nuevo tienen sentido si llamamos la atención de los demás o nuestra familia nos da respeto por hacerlo.
Lo ordinario en nuestra vida parece perder valor si cualquier persona tiene acceso a ella. Una fruta parece ser más sabrosa si tiene un precio exhorbitante mientras que un mango deja de ser sabroso si cae a precios ridículos. Hemos visto experimentos sociales en el que un artista de renombrado nombre cambia sus prendas lujosas por ropa ordinaria y comienza a tocar su música en la calle. La gente tiende a ignorarlo aunque sea exactamente la misma música que toca en un concierto y que la misma gente paga por asistir. Asumimos que la gente que viaja en un jet privado para ir a una playa exótica disfuta más que aquella que agarra su bicicleta para salir a pasear por el vecindario. Leer una novela parece menos impresionante que ir a visitar un museo en Florencia.
En una auténtica vida privada, los placeres más baratos y accesibles son sumamente apreciados por quien los disfruta y cuando se vive una experiencia extraordinaria, rara vez se comparte en público. El terrible accidente áereo, la horrible hambruna de un país o la triste muerte de una celebridad suelen conmover a la persona pero no logran afectar su maravillosa vida personal. En ella, está a punto de salir a contemplar la luna, a mirar su serie favorita de televisión o platicar con su persona más apreciada .
Existe una suerte de egoísmo epicúreo que limita lo terrible del mundo si este afecta su estabilidad emocional o su pequeña felicidad privada. Cargar con el peso del mundo sintiéndose más miserable o triste no va a modificar el rumbo del mundo mismo. Tan importante es su salud mental que cuando la desgracia o la enfermedad llegué a él, observará como ese pequeño mundo se derrumba. Y esa será la mayor de las tragedias.
La película de Belleza Americana retrató algunas de estas ideas. La belleza para muchos americanos parece estar detrás de lo costoso y elegante. La «buena vida» consiste en tener un auto, una bella familia y un trabajo que nos dé prestigio frente a los demás. El personaje principal (Lester) se da cuenta de la farsa en la que vive y decide cambiar a un estilo de vida que él pueda disfrutar. Es entonces cuando empieza a recordar los pequeños placeres que lo hacen feliz. Estos placeres son lo último que piensa cuando se encuentra a punto de morir.
Lo mismo observamos en la película francesa de Amelié en el que el director nos muestra la maravillosa vida de la protagonista aunque solo sean sus propias aventuras privadas (incluso hay una escena en la que el narrador nos cuenta el hecho que hizo que cambiar la vida de Amelié para siempre, y en lugar de ser la muerte de Lady Di, es el descubrimiento de una cajita de juguetes de un niño hace décadas). Los placeres sencillos de los personajes son también retratados en el film. Incluso en situaciones extremas, los individuos que valoran su vida privada por encima de las tragedias del mundo son capaces de ver (o hacer ver a los demás) la ventaja de estar pasando ese terrible acontecimiento. Esta es la idea con la que juega el director de La Vida es Bella al proteger a su hijo del horror del Holocausto.
Por supuesto, esta forma de pensar se encontrará con una gran cantidad críticas. Sobre todo de aquellos que cargan con el peso del mundo. Es decir, buscan la aprobación constante de las personas y toman muy en serio lo que la gente cercana a ella piensa. La vida está definida en cuanto dinero, poder o fama pueden obtener. La admiración y aprobación de la gente le causará una ansiedad que terminará degradando su propia vida cotidiana.
Más información:
Status Anxiety: libro, documental, video corto.
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