vida en el ciberspacio, derrotar a la muerte

Dos viñetas de la ciencia ficción.

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“San Junípero” (2016), cuarto episodio de la tercera temporada de serie corto-futurista Black Mirror cuenta la historia de Yorkie y Kelly, una pareja que se conoce a finales de la década de los ochenta en un bar ubicado en una playa de California. Luego de un tener un par de encuentros románticos, Yorkie regresa al bar a buscar a Kelly, pero no la encuentra.

Preguntando en el bar, alguien le sugiere que la busque en una década distinta ya que podría estar en los noventa o en los dos mil. Resulta que, en realidad, ambas son mujeres ancianas que viven en un tiempo futuro no muy lejano al nuestro, donde la tecnología ha posibilitado la capacidad de colgar la consciencia o inmortalidad digital a la red. Este servicio se ofrece a personas convalecientes a modo de prueba para que, una vez que hayan fallecido, éstas puedan prescindir de sus cuerpos y vivir eternamente en alguna de los diferentes mundos diseñados para servir como un paraíso virtual. Yorkie y Kelly eventualmente se re-encuentran, se casan en la vida “real” y, no sin algunas reticencias, deciden pasar su eternidad juntas en la simulación.

inmortalidad, San Junípero
San Junípero, Black Mirror (2013)

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“Vuelvo Enseguida” (2013), primer episodio de la segunda temporada de la misma serie sigue la historia de Martha y Ash tras mudarse a una casa en un lugar remoto. Después de la mudanza, Ash se dirige solo a regresar el vehículo que había alquilado, pero muere en un accidente en el camino.

Durante el funeral, Sarah, una amiga de Martha, le ofrece una invitación para probar un nuevo servicio a través del cual es posible crear una persona virtual a partir del cúmulo de interacciones registradas en la red por parte de Ash. Martha se opone, pero su amiga la inscribe de todos modos. Una noche, Martha comienza a recibir mensajes de Ash en su correo electrónico.

Tras darse cuenta de que está embarazada, Martha decide probar el servicio que al inicio se asemeja al de un chatbot que le responde con sorprendente exactitud a la personalidad de su marido fallecido. Martha comienza a desarrollar apego al programa y lo alimenta con más información para hacerlo aún más parecido a Ash, hasta que llega el punto en el que decide contratar un nuevo servicio: un robot biónico diseñado a semejanza de Ash, salvo por algunos detalles.

Al principio, Martha está feliz, pero conforma pasa el tiempo, comienza a frustarse por la complacencia del robot: Ash no tiene libertad y nunca será su mismo esposo, lo cual comprueba cuando le ordena tirarse por un acantilado sin oposición. Finalmente, pasan los años, Martha decide quedarse con el Ash artificial, quien ahora vive encerrado en el ático y a quien solo le permite ver a su hija los fines de semana.

inmortalidad
Vuelvo enseguida, Black Mirror (2013)

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Ambas historias retoman tropos recurrentes de la ciencia ficción: la capacidad de subir la consciencia a la red, de recrear dobles codificados digitalmente, de prescindir de los cuerpos como si estos fueran meros vehículos cárnicos de la persona, y la necesidad de superar los límites de la mortalidad mediante la tecnología. Claramente, Black Mirror no fue la primera serie en pensar en fenómenos similares donde una persona puede introducirse a un ambiente digital o, por el otro lado, descargar una copia de la consciencia en algún cuerpo biológico o sintético.

Pienso en filmes como Tron (1982) de Steven Lisberger, Abre los Ojos (1997), eXistenZ (1999) de Cronenberg, The Matrix (1999) de las hermanas Wachowski, Transcendence (2014) de Wally Pfister, o novelas y series como Altered Carbon (2002) de Richard Morgan o el manga Ghost in the Shell (1989) de Masamune Shirow. Cada uno de estos comparte una visión del futuro, utópica o distópica, que da por sentado que la red es un espacio trascendente.

Esta idea tampoco se limita a la ficción y, de hecho, ha marcado muchos de los acercamientos teóricos en torno al análisis de la red. Desde antes del lanzamiento y popularización de la World Wide Web durante la década de los noventa, muchos ya se habían preguntado qué es eso que se despliega al otro lado de la pantalla cada vez que nos “conectamos” al Internet y si algún día podremos habitarlo de la misma manera que habitamos nuestros mundos “físicos”.

Sendas metáforas han sido ideadas desde disciplinas o prácticas tan disímiles como la arquitectura, la informática, el cine o la política para tratar de definir los ambientes digitales: el ciberespacio, la supercarretera de la información, la matriz, lo virtual, la red… Es fecha que aún no logramos poner el dedo en algún concepto que logre englobar convincentemente el carácter de la realidad contenida y emanada por el Internet.

¿Qué es la realidad digital? ¿Un lugar meramente abstracto y matemático? ¿Una arquitectura informática conformada por flujos de datos que se distribuyen de manera aparentemente descentralizada a partir de una conexión de una multiplicidad de sistemas interconectados? ¿Una realidad virtual que simula espacios mediante renders 3D que pueden ser poblados a través de avatares o proyecciones desincorporadas? ¿El conjunto de interacciones sociales que suceden a través de la comunicación mediada digitalmente? ¿El paraíso de la vida eterna después de la muerte?

            Muchas de los acercamientos teóricos en los inicios de la red partieron del famoso fragmento de la novela Neuromante (1984) de William Gibson

Ciberespacio. Una alucinación consensual experimentada diariamente por billones de legítimos operadores, en todas las naciones, por niños a quien se enseña altos conceptos matemáticos… Una representación gráfica de la información abstraída de los bancos de todos los ordenadores del sistema humano. Una complejidad inimaginable. Líneas de luz clasificadas en el no-espacio de la mente, conglomerados y constelaciones de información. Como las luces de una ciudad que se aleja.

El pasaje de Gibson es interesante porque alude a dos dimensiones de los ambientes digitales. Por un lado, está la alucinación consensual que experimentan “operadores” y “niños”, es decir, la experiencia subjetiva del usuario; y, por el otro, la “representación gráfica de la información” ubicadas en un “no-espacio de la mente” y que parecen “luces de una ciudad que se aleja”, es decir, lo que se despliega en la pantalla. Desde entonces se ha reproducido en las narrativas una dicotomía que separa dos tipos de realidad, la del mundo “real” o “físico” y la del “virtual”, como si se trataran de dos realidades radicalmente diferentes y separadas.

Esta dicotomía se ha traducido en otro tipo de dualismos cartesianos que separan res cogitans de res extensa, por ejemplo, el de pensar que lo virtual es algo inmaterial y meramente abstracto o mental. En este mismo sentido lo plantea Lou Perry Barlow en su famosa Declaración de la Independencia del Ciberespacio (1996)

Nuestro mundo está a la vez en todas partes y en ninguna parte, pero no está donde viven los cuerpos. Estamos creando un mundo en el que todos pueden entrar, sin privilegios o prejuicios debidos a la raza, el poder económico, la fuerza militar, o el lugar de nacimiento […] Vuestros conceptos legales sobre propiedad, expresión, identidad, movimiento y contexto no se aplican a nosotros. Se basan en la materia. Aquí no hay materia. Nuestras identidades no tienen cuerpo, así que, a diferencia de vosotros, no podemos obtener orden por coacción física.

Esta misma idea aparece en los análisis de las primeras comunidades online, como los MUDs, en Howard Rheingold y Sherry Turkle. La “comunidad virtual”, otras de las metáforas predilectas de la época, se pensaban como ensayos o simulaciones de lo que la sociedad podía ser. Una que no estaba exenta del sesgo moral de los tech-hippies californianos que pensaban que estas comunidades se organizarían bajo los valores del comunitarismo y el voluntarismo, donde todos comparten información libremente y buscan ayudar al otro desinteresadamente. De igual manera, la identidad es abordada como algo que se puede desprender de los cuerpos, donde nadie sería juzgado por su apariencia física, por sus defectos o su belleza, porque ahí dentro todos lo que vale son nuestras ideas, es decir, nuestra pura información.

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Uploaded, Amazon Video (2020)

            Ahora sabemos que los ambientes digitales no son espacios inmateriales, al contrario, el Internet que le da soporte a estos espacios es toda una basta infraestructura material conformada por cables, energía eléctrica, procesos de manufactura, recursos minerales… y cuyo uso diario y continuado en todo el mundo causa niveles preocupantes de contaminación. Y esto sin hablar de otro tipo de dinámicas materiales ligadas a lo económico, como el oligopolio de los proveedores de servicio de Internet que posibilitan que nuestros ordenadores puedan conectarse y sacar provecho de dicha infraestructura, o la creciente colonización tecno-feudal de los ambientes digitales por parte de plataformas que han centralizado la mayoría del tráfico de navegación.

            Este último parece ser el proyecto transhumanista de Silicon Valley que queda ejemplificado en las narrativas de Black Mirror, donde, en algún tiempo próximo, el ser humano no deberá preocuparse por la muerte. Pero no cualquier ser humano, sino, como sucede en Altered Carbon, serán solo los ricos más ricos quienes tendrán la capacidad económica para pagar por algún tipo de mind uploading (o inmortalidad digital) y así lograr sortear los límites de la muerte. Serán ellos quienes podrán vivir vidas eternas, ya sea en la realidad física o virtual, mientras que los simples plebeyos deberemos conformarnos con la caducidad de nuestros cuerpos.

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            Proyectos como el de Neuralink de Elon Musk trabajan en el desarrollo de interfaces cuerpo-ordenador que logren comunicar simbióticamente los procesos neuronales con los binarios. Estos dispositivos parecen servir el mismo propósito de la glándula pineal en Descartes: el lugar donde cuerpo y alma se unen. Aún así, no queda del todo claro que de verdad seamos capaces de traducir y codificar todo proceso biológico en código binario. ¿De verdad será posible cuantificar, samplear o discretizar las propiedades complejas y emergentes de la vida en un código binario? Por ahora parece difícil, pero tal vez la computación cuántica logre sortear ese obstáculo.   

            A pesar de los baches técnicos, económicos y materiales que implican el mind uploading y la inmortalidad digital, algunos filósofos se han dado a la tarea de reflexionar seriamente sobre estos fenómenos –tan seriamente como la especulación lo permite. En tiempos recientes, Nick Bostrom ha defendido la posibilidad de subir nuestras mentes a la red. Él le llama Whole Brain Emulator, y, según su teoría, no sería necesario ni siquiera comprender cabalmente el cerebro para lograrlo:

Una hipótesis importante para la WBE es que para emular el cerebro no necesitamos comprender todo el sistema, sino que únicamente necesitamos una base de datos que contenga toda la información necesaria de bajo nivel sobre el cerebro y el conocimiento de las reglas de actualización locales que cambian los estados del cerebro de momento a momento. Una comprensión funcional (por qué una parte particular de la corteza está organizada de cierta manera) está lógicamente separada del conocimiento detallado (cómo está organizado y cómo responde esta estructura a las señales). La comprensión funcional puede ser un resultado posible del conocimiento detallado y puede ayudar a recopilar solo la información relevante para la WBE, pero es muy posible que podamos adquirir un conocimiento completo de las partes componentes e interacciones del cerebro sin tener una idea de cómo estos producen (digamos) conciencia o inteligencia.

Evidentemente, existen críticas a esta postura. ¿Una emulación de este tipo no crearía en realidad solo una copia de un estado del cerebro? ¿Esa copia tendrá una identidad propia? ¿Será una consciencia de sí mismo que logrará superar la prueba de Turing? ¿Es posible reducir toda la complejidad del humano a las actividades cerebrales? Dado que esta postura parte del supuesto de que toda actividad del cerebro es computable o meramente funcional –mientras que lo no computable “en realidad no tiene efectos funcionales relevantes en el comportamiento”– parece ser una mirada bastante reduccionista.

Por su parte, David Chalmers es más cauto.

¿Puede una “subida” ser consciente? El problema aquí se complica por el hecho de que nuestra comprensión de la conciencia es muy pobre. Nadie sabe exactamente por qué o cómo los procesos cerebrales dan lugar a la conciencia. La neurociencia está descubriendo gradualmente varios correlatos neuronales de la conciencia, pero este programa de investigación da por sentada en gran medida la existencia de la conciencia. No hay nada que se acerque siquiera a una teoría ortodoxa de por qué hay conciencia en primer lugar. En consecuencia, no hay nada que se acerque siquiera a una teoría ortodoxa de qué tipos de sistemas pueden ser conscientes y cuáles no.

Chalmers hace alusión a dos posturas encontradas: la biológica y la funcionalista. Los primeros creen que la consciencia es esencialmente biológica y que ningún sistema no biológico podrá ser consciente nunca, mientras que los funcionalistas creen que la consciencia es una estructura que puede ser organizada incluso en entornos sintéticos.

Chalmers se posiciona cercano a la segunda postura, pero aun así propone avanzar en la experimentación a partir de “subidas” graduales o parciales, ya que nada nos garantiza que las partes subidas no sean susceptibles a desaparecer o desvanecerse paulatinamente.

¿Qué le sucede a la conciencia durante un proceso de carga gradual? Hay tres posibilidades. Podría desaparecer repentinamente, con una transición de un estado consciente completamente complejo a un estado sin conciencia cuando se reemplaza un solo componente. Puede desaparecer gradualmente en más de un reemplazo, y la complejidad de la experiencia consciente del sistema se reduce a través de pasos intermedios. O podría permanecer presente en todo momento.

Más allá de entretener estas ideas desde la especulación neurocientífica y la biotecnológica, también debemos reflexionar sobre los aspectos éticos que esto implica. Por un lado, estaría el acceso a estas tecnologías, los cuales, como ya mencioné previamente, seguramente estarían limitados a los recursos económicos de la persona. Por otro lado, está una pregunta más radical: ¿de verdad es necesario buscar la inmortalidad? ¿Qué problemas resolvería la humanidad con esta tecnología? ¿O será solo un capricho más de un multimillonario aburrido que ya ha logrado saciar todos sus deseos terrenales o, incluso, planetarios como han mostrado Bezos, Branson y Musk con su reciente carrera espacial?

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Altered Carbon, Netflix (2018)

Tal vez podríamos abordar el problema de la inmortalidad digital desde otro ángulo: el de la trascendencia. No la que se ve en los términos inmateriales de las teorías tempranas de la red, ni la de un individuo que intenta a toda costa ser recordado en la posteridad, sino una que tiene siglos sucediendo a partir del registro de los vestigios que deja la humanidad en su totalidad a su paso por la Tierra: desde las pinturas rupestres hasta los archivos digitales, pasando por los la memoria oral, los primeros manuscritos o las grandes novelas, la música grabada, el cine, un USB olvidado en algún escritorio… Cualquier tipo de información transmitida por nuestros antepasados, la entrega de un tradere que soporta la cultura.

Si la capacidad para registrar y grabar información en el pasado era limitada, ahora es descomunal. ¿Qué sucederá en 100 años cuando existan miles de millones de terabytes por hurgar en un archivo, preferentemente, abierto? Miles de millones de correos, mensajes, imágenes, videos, música que quedará para ser redescubierta por algún pionero, sí, susceptibles a la caducidad de sus soportes, pero mucho más duraderas que cualquier papiro guardado bajo condiciones climatológicas aptas dentro de alguna biblioteca solo para su contemplación lejana. Entonces, posiblemente el estudio de la historia tome la forma de una arqueología digital.

Para saber más:

Black Mirror and Philosophy;Blackwell Philosophy and Pop Culture: Dark Reflections Disponible en Amazon México. (inglés)

Sex, Death and Resurrection in Altered Carbon (inglés): Amazon México

Neuromante (1984) Wlliam Gibson

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3 replies on “Sobre la posibilidad de pensar la inmortalidad digital en la mente de un organismo biológico”